martes, 7 de agosto de 2012

Dos auroras



Noviembre, 1973. Aquella botella de tequila está casi vacía, pero su propietaria sigue sedienta. Tiene sed de cariño, se le ha ido su hermano. Era más joven que ella, pero le gustaba el trago, quizá demasiado. Una cirrosis hepática se lo llevó hace unos días. Ella lo llora, y repone sus lágrimas con el licor de agave. Su hermano era alguien importante en ese bar, el Tenampa, y en toda la Plaza Garibaldi. Los mariachis lo recuerdan. Ella no canta, permanece sola, en silencio, con su vaso, refugiada en su rojo poncho.

México se encuentra en una situación delicada. La crisis económica mundial lo ha alcanzado y, mientras, se desangra entre las acciones de grupos paramilitares y las matanzas contra estudiantes ordenadas por el Gobierno. Pero esa semana, toda la república no tiene llanto más que para él, para el rey, que ha dejado una nación huérfana y a esta dama desconsolada.

Lo amaba, no como una mujer, sino como una hermana. No eran hermanos de sangre, pero dos hijos de la misma madre jamás llegarán a quererse tanto como ellos. Desde su muerte bebe, bebe para tenerlo cerca, para comunicarse con él. Usa sus poderes de chamana para estar a su lado. Una pareja entra en el bar. Él parece un prestigioso licenciado con más de medio siglo de vida a cuestas. Ella, una elegante mujer que rondará los cuarenta y cinco. Se sientan en una mesa, cerca.

La llorona se ha entregado a los recuerdos. Por su mente pasan difuntos queridos: su hermano, su amigo Diego y la esposa de éste, Frida, capaz de despertar en ella terribles pasiones. Sin embargo, por lo que se refiere a pasiones, ninguna le dejó tanto desasosiego como la mujer del licenciado, que comparte mesa junto a su marido a escasos metros, sin saber de quién se trata, sin recordar cómo se conocieron en El Alacrán casi veinticinco años atrás.


La dama del poncho había pasado ya de la treintena, y comenzaba su carrera como cantante en los peores antros del D.F. En el fondo, seguía siendo la niña que había llegado a México desde un pequeño país centroamericano, pero que se había criado en las duras calles como un hombre más, fumando tabaco, bebiendo tequila y peleando con pistola al cinto. Esa noche, en El Alacrán entró una preciosa muchacha de ojos azules, pero teñidos de rojo por el llanto. Tenía veintidós años y huía de un padre salvaje que la pegaba. No tenía adónde ir y el terror había hecho mella en su angelical rostro. Conmovida por su belleza y su tristeza, la dama le cantó 'La llorona' como sólo ella sabía, con una intensidad desgarradora que puso el vello de punta hasta al más rudo macho del local. Esa noche, las dos mujeres se dieron el afecto que necesitaban. No volverían a verse hasta más de dos décadas después.


La dama se levanta y manda callar al mariachi. Nadie osaría hacer eso en el Tenampa, nadie excepto ella. Su música no necesita acompañamiento, tan sólo la cercanía de una lánguida guitarra. De su boca sale, con la rabia del despecho, una cortante melodía cargada de rencor hacia aquella que, avergonzada de un amor prohibido, había abandonado sus brazos sin querer saber nada más de ella. Los versos de su hermano suenan todavía más agrios cuando, casi escupiendo las palabras, la repite una y otra vez: "Ojalá que te vaya bonito".

Incómoda por esta situación, la muchacha humilde convertida en rica señora, que repara en ese instante en la presencia de su examante, trata de marcharse del local, pero su marido no lo permite, pues, ajeno a cuanto ocurre, permanece maravillado, al igual que el resto de los presentes, con la cantante de rancheras. Ingenuo, la invita a compartir con ellos una botella de mezcal, e iluso, pretende tumbarla en un duelo de tragos. A falta de un cuarto de botella, es él quien posa la cabeza sobre la mesa, rendido ante su rival. Lo llevan a acostar. En la intimidad de la casa del letrado, las cuentas pendientes quedarán saldadas. Un par de miradas bastarán para un perdón. Los reproches dejarán paso a las caricias y los besos.

 La dama llora, pero pareciera que ríe. Esa noche rejuvenecerá junto a su chamaca. Desde el más allá, su hermano la bendice con sus versos.

Fue la última noche que se amaron. Sólo compartieron dos auroras, pero bien valdría toda una vida por ese par de momentos. Cuarenta años después, cuando el aliento de la dama de poncho rojo se apague en un hospital de Cuernavaca, los ojos azules de la chamaquita seguirán en su mente, antes de despedirse de España, de México, de Federico García Lorca, y del mundo que durante noventa y tres años fue incapaz de doblegar su libertad.

Y en el último trago se fue.

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